Esta mañana me he asomado a la ventana. Un paisaje anodino de azoteas y antenas se mostraba ante mis ojos. Sin embargo, el resplandor de la luz sobre una fachada, sorprendentemente, me atrapó. No pude hacer otra cosa que quedarme, plácidamente, mirando.
No sé que sería, si la luz, si el frescor de la mañana, si el gorjeo de los pájaros o la música de Bach que desde una pequeña radio sonaba en la cocina. No sé lo que sería; pero lo feo, lo aburrido, lo tantas veces visto se transfiguró en uno de esos momentos que te atrapan y te sujetan, que te dejan quedo y en silencio y el tiempo se hace intenso, profundo, eterno.
No sé por qué sería, pero se me vino la imagen de un prisionero que contemplara la luz que, superando las rejas, se proyectase en los muros de su lóbrega celda y llegase a la experiencia de que esa luz era mayor verdad que su encierro y que ese día, por lo menos ese día, ningún carcelero le arrrebataría su libertad.
Luego caí en la cuenta de que poco antes, raro que es uno, mientras desayunaba, meditaba como muchas veces vemos la vida como algo absurdo y sin sentido y que, olvidado ya de ello, me asomé a la ventana y no sé qué sería, seguro que la luz o quizá el frescor de la mañana o puede que fuesen los pájaros o posiblemente Bach, sólo sé que esta mañana la luz me atrapó, que el tiempo fue eterno y que me sentí amado.
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